La ciudad es un cementerio de ladrillos,
un espíritu nómada de meandros,
sobre los tejados se hacen fuerte
las calladas enredaderas urbanitas,
yo las observo, así, mientras ellas callan,
mis ojos: un balcón rasgado y costumbrista.
Desde mi rincón observo los desnudos tallos,
imagino sus formas femeninas,
y entonces viene lo de perder el pulso,
lo de la memoria caprichosa y su falta de tacto:
los recuerdos son silencios a través de una arboleda,
caminan lentamente como espíritus anónimos.
Luego mayo avanzará como ordenado
por las vías de un vagón callado y trotamundos,
es cuando ser hombre significa ser viajante,
llevar el corazón en la maleta
y dos o tres palabras compañeras.
Es como mirar al cielo y encontrar dormidas
la luz balanceada de dos luciérnagas de fósforo.
Los edificios, como alambres fragmentados,
son modernas ruinas urbanitas,
cajones romos de otras eras llenos de pasado,
un ataúd que dispara tiempo al horizonte
como una maquina velada,
como cornisas de pestañas de unos ojos ya cerrados.
Será que a veces desamar,
es como un temblor de la esperanza,
recoger escombros de nostalgias, pensar en ti,
plantar los pies bajo el fango y ser alerce milenario,
pero en otoño todos los ayeres son caducos,
crujen en el suelo como una alfombra de cristales,
y dos vías que se cruzan rara vez son paralelas.
Diciembre, aunque te olvide,
seguirás siendo el último mes del año.