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viernes, 20 de agosto de 2010

Qué bueno es saber que ya no me haces falta.


Qué bello es despertar, ya, sin tus besos,
esos besos que dejan sabor a insuficiencia,
que escarchan el tiempo y dejan arena en la sangre.

Qué bello es el sentir que te has marchado,
conversar con el eco de tus pasos,
mirarlos a la cara, conocerlos.

Qué bueno es, también, saber que ya no me haces falta,
madrugar cada mañana
sin la desesperanza
escrita en la retina:
apenas un crujido de madera
amarga astillándose en la garganta.
Y atravesar, sin rumbo –como hoja abandonada-,
las calles que formaban laberintos
de granizo en la nostalgia, un rumor
de asfalto en la memoria.

Pero, qué bello es también cuando la noche exige 
su caprichoso insomnio,
y me embisten insaciablemente tus recuerdos.
Uno a uno desfilan lentamente,
convierten los segundos en un sueño
de sombras inaudibles.

Tu mirada, tu voz, tus labios recién pintados,
el tacto ajado de aquel te quiero poco cierto,
que, de tan denso, tuve que rasgarlo en el aire
con las manos. Densidad de amor deshabitado.

Qué bueno es recordarte como escombros,
ahora que las piedras embellecen
como las murallas de vestigios inservibles.
Te recuerdo así, así como a las ruinas clásicas.